Calificamos como mentiroso a alguien que no es del todo de nuestro agrado y que falta a la verdad. Puede parecer una nimiedad, pero el hecho de que no sea alguien de nuestro agrado es un aspecto importante, ya que es muy difícil que empleemos ese término, por grave que haya sido su falta, si simpatizamos con esa persona o nos merece algún tipo de admiración.

Quien miente elige libremente entre mentir y decir la verdad, conoce la diferencia y asume las posibles consecuencias. Los mentirosos patológicos, que saben que están faltando a la verdad pero no pueden controlar su conducta, no pueden elegir, como tampoco pueden aquellos individuos victimas del autoengaño, que ni siquiera saben que se están mintiendo. Un mentiroso que con el paso del tiempo acaba creyéndose su propia mentira podríamos decir que deja de ser mentiroso.

Existen dos formas principales de mentir: ocultar y falsear. El mentiroso que oculta, se guarda para si cierta información sin decir faltar a la verdad… El que falsea va un paso más allá: no sólo retiene información verdadera, sino que presenta información falsa como si de cierta se tratase.

Cuando un mentiroso escoge el modo de mentir, por lo general, prefiere ocultar a falsear, ya que el ocultamiento parece menos censurable puesto que no todo el mundo lo considera mentir. El falseamiento se suele utilizar para encubrir pruebas de aquello que se oculta. El ocultamiento suele resultar más sencillo de llevar a cabo ya que no hay nada que urdir y las posibilidades de ser atrapado son menores. El ocultamiento, además, es mucho más fácil de disimular en caso de resultar descubierto, puesto que el mentiroso tiene muchas excusas a su disposición: que ignora el asunto, que entraba en sus planes revelarlo más adelante o, simplemente, puede alegar un lapsus de memoria.

Aquel que sostiene no recordar lo que, de hecho, recuerda, pero no desvela de forma deliberada, está a mitad de camino entre el ocultamiento y el falseamiento. Si posteriormente saliera la verdad a luz, siempre podrá decir que él no tenía intención de mentir, que sólo fue un problema de memoria.

Además del ocultamiento y el falseamiento, existen otras maneras de mentir: decir la verdad de una manera falsa, retorcida o exagerada de forma que la víctima no crea que es la verdad; decir una verdad a medias para desviar el interés sobre lo que todavía permanece oculto, o utilizar lo que se denomina evasiva por inferencia incorrecta que consiste en decir la verdad pero de un modo que implique lo contrario de lo que se dice. En todos estos casos, efectivamente, se dice la verdad, pero sólo que de manera parcial y sin faltar a ella.

Hay individuos a los que les cuesta mucho mentir, mientras que otros lo hacen con pasmosa soltura. Se sabe mucho más de los que mienten con facilidad que de los que no pueden hacerlo.

Hay quien resulta especialmente receloso a ser atrapado mintiendo: está convencido de que todos se darán cuenta de que miente, lo que se convierte en una profecía que termina por cumplirse. El recelo a ser detectado será mayor si lo que está en juego es evitar un castigo, y no, simplemente, ganar una recompensa.

El sentimiento de culpa por engañar se refiere a como se siente uno respecto a la mentira que pudiera haber dicho, y no a la cuestión de si se siente culpable de mentir. Los mentirosos pueden subestimar ese grado de culpa por engañar si, transcurrido un tiempo, advierten que una sola mentira tal vez no baste, y que es menester repetirla o ampliarla para proteger el engaño inicial.

En general, los mentirosos se sienten menos culpables cuando sus destinatarios son impersonales o totalmente anónimos. Cuando el objeto de nuestras mentiras nos resulta desconocido es más fácil convencerse de que, en realidad, no le perjudicamos en absoluto, de que no nos importa, de pensar que no se dará cuenta de la mentira, o incluso podemos llegar a creer que el destinatario espera o merece ser engañado.

El sentimiento de culpa por engañar y el recelo a ser detectado suelen ser inversamente proporcionales: lo que disminuye aquel, aumenta este. Cuando el engaño se considera justificado, lo lógico sería pensar que se reducirá la culpa por engañar; no obstante, el hecho de considerarlo justificado hace que incremente el valor de lo que está en juego, aumentando así el recelo a ser descubierto.

Detectar mentiras no es una tarea simple debido al cúmulo de información que hay que valorar: las palabras, las pausas en la locución, el tono, las expresiones utilizadas, los movimientos de la cabeza, tics, ademanes, posturas, el ritmo de la respiración, el rubor o el empalidecimiento, la aparición o no de sudor, etc. todos ellos son formas de manifestar cambios emocionales.

Para detectar una mentira de una forma más o menos fidedigna tendremos que recurrir al polígrafo, comúnmente conocido como detector de mentiras. Se trata de un instrumento que registra impulsos en nuestro cuerpo y los convierte en movimientos de unas agujas que marcan sobre una tira móvil de papel graduado. Esos impulsos corresponden a cambios en el ritmo cardíaco, la presión arterial, la conductividad y temperatura de la piel, etc. que no son más que signos de cambios emocionales registrados por unos sensores que se adhieren a distintas partes del cuerpo.

El polígrafo no mide directamente las mentiras sino tan solo los cambios en el sistema nervioso autónomo y alteraciones fisiológicas generadas principalmente por los cambios emocionales del individuo. Sólo marcan la presencia de una emoción o de una dificultad para pensar y a partir de esto se puede inferir que el sujeto ha mentido.

“Un vaso medio vacío es también uno medio lleno, pero
una mentiras a medias, de ningún modo es una media verdad.”
Jean Cocteau