Existen dos formas principales de mentir: ocultando y falseando. El mentiroso que oculta se guarda información sin faltar a la verdad; quien falsea va un paso más allá: no sólo retiene información verdadera, sino que presenta información falsa como si de cierta se tratara.

Utilizar el falseamiento para enmascarar lo ocultado es particularmente necesario cuando lo que queremos ocultar son, precisamente, nuestras emociones. El miedo es más difícil de ocultar que la preocupación, y la ira lo es más que el asco; además cuanto más intensa sea la emoción, más probable será que se filtre alguna señal pese a todos los esfuerzos que hagamos para ocultarla.

No nos referimos únicamente a la expresión exterior de una emoción, sino también a la forma en la que nuestro subconsciente manipula nuestra percepción de la realidad, enmascarando con emociones menos negativas otras que evitamos sentir por considerarlas indignas. Si, por ejemplo, nos han educado en la idea de que el rencor es una emoción deleznable, nos podemos considerar mejores, menos “indignos” y por lo tanto menos culpables, si creemos que la emoción que estamos experimentando es sólo enfado generado por una decepción, cuando lo que sentimos en realidad es, simple y llanamente, rencor.

Resulta realmente complicado, casi imposible, aparentar frialdad, neutralidad o falta de emotividad cuando lo que ocurre por dentro es todo lo contrario.

[bctt tweet=”La mejor forma de enmascarar una emoción es generar una emoción falsa que la camufle” username=”gestionemociona”]. Cuando mantenemos una pose impedimos que se muestren las señales que expresan los verdaderos sentimientos.

La forma más habitual de enmascarar una emoción es recurrir a la sonrisa, ya que ésta constituye la expresión facial más fácil de producir a voluntad. Mucho antes de cumplir un año el niño es capaz de sonreír de forma deliberada, siendo la sonrisa una forma de complacer a los demás.

La sonrisa, a lo largo de nuestra vida, representa emociones que no se sienten pero que creemos útil o necesario mostrar; así, un empleado desilusionado porque su jefe ha promocionado a otro en su lugar con una sonrisa  al jefe se pondrá por encima de la situación y evitará que el jefe se de cuenta de que le ha herido o que está enojado, disgustado, airado, etc.… en una palabra: de que se siente profundamente decepcionado.

Las expresiones emocionales que más cuesta impostar son las negativas, ya que es dificil mover de forma voluntaria los músculos específicos necesarios para simular con realismo una falsa pena o un falso temor; el enfado y el asco, por el contrario, pueden recrearse con algo más de facilidad. En cualquier caso, nuestra comunicación no verbal, los gestos, el tono de voz, la postura corporal, un desliz verbal o ciertos ademanes, podrían dejar entrever las auténticas emociones.

Otra razón por la cual se recurre tan a menudo a la sonrisa como máscara es por tratarse de un elemento de intercambio social y muestra de cortesía. Podremos sentirnos mal pero, lamentablemente, se espera que ni lo mostremos ni lo admitamos durante un intercambio de saludos; más bien se espera que disimulemos ese malestar y sonriamos al contestar: “Muy bien, gracias, ¿y usted?”. Con ello nuestros auténticos sentimientos pasarán inadvertidos, pero no porque hayamos exhibido una máscara excelente, sino porque en esa clase de intercambios corteses rara vez importa lo que en realidad siente el otro; todo lo que se espera es que sea amable y dé a entender que se siente a gusto.

Todas las expresiones faciales, desde la mueca de tristeza o el mohín de asco, del llanto a la sonrisa, no son únicamente una reacción física de las emociones que residen en nuestro interior sino que tienen la función de comunicar y expresar nuestro estado de ánimo para que los demás puedan regular su interacción con nosotros.

Paul Harris, en su estudio “Los niños y las emociones” analiza de qué manera el entorno cultural regula la expresión de las emociones y descubre que las distintas costumbres culturales incitan a la supresión de ciertas emociones y a la expresión de otras. Según este autor, en torno a los tres o cuatro años los niños son capaces de ocultar parcialmente el sentimiento de desilusión; a los seis años distinguen perfectamente entre manifestar una emoción y experimentarla, pero lo sorprendente es que ya ea los dos años los niños son conscientes de que pueden producir de forma deliberada una expresión fingida, utilizando la ficción y la imitación como parte de un juego, sin pretender engañar a nadie. Según este investigador, el descubrimiento de que las emociones se pueden ocultar es muy importante ya que proporciona al niño una barrera que separa su mundo privado, su intimidad, del mundo público.

Con la información no verbal hacemos patente parte lo que ocurre en nuestro interior, y por tanto damos información a los demás sobre cuál es la manera más adecuada de interaccionar con nosotros en ese momento concreto; por ejemplo, si alguien muestra en su rostro preocupación o tristeza, ajustamos nuestro comportamiento a la información que ese semblante nos revela. Nuestra interacción con los demás se basa principalmente en este tipo de comunicación no verbal que ocurre de forma inconsciente y que representa el 90% de nuestra comunicación interpersonal.

Si nos empeñamos en disfrazar nuestras emociones, enmascarando la forma en la que se expresan para acomodarnos al entorno o preservar algo que consideramos perteneciente a nuestra intimidad, estamos no sólo entorpeciendo nuestra interacción ya que confundimos a quien tenemos enfrente, sino que estamos alterando nuestra propia química cerebral.

El psicólogo Americano Silvan S.Tomkins a mediados del siglo XX realizó un estudio sobre lo que él denomino “control emocional por retroalimentación facial”. Según su teoría, cuando movemos voluntariamente los músculos de nuestro rostro y ponemos cara de enfado, nuestro cerebro reconoce que tenemos cara de enfado y empieza a generar ese estado emocional de enfado. Si ponemos cara de tristeza, el cerebro facilita los procesos emocionales de tristeza y si ponemos cara de alegría, si sonreímos, nuestro cerebro nos facilita sentir emociones de alegría. Si medimos las respuestas cerebrales cuando estamos preocupados sin fingir la sonrisa y de cuando estamos preocupados fingiendo la sonrisa, el nivel de preocupación baja y el nivel de relajación aumenta en el segundo caso respecto del primero. Ese pequeño matiz, el cambio que se produce en las emociones, no es lo suficientemente intenso como para que lo podamos percibir.

Pero, ¿qué ocurre dentro de quien percibe el estado emocional de otra persona, ya sea a través de una expresión facial o a través de su comunicación no verbal?

Si fueramos capaces de leer las emociones y por tanto, las necesidades de los demás, podriamos actuar en consecuencia, lo que desembocaría en una mejora sustancial de nuestras relaciones personales. El problema se presenta cuando la señales que percibimos se distorsionan debido a que su mensaje verbal se contradice con su comunicación no verbal. Una persona empática es capaz de captar una gran cantidad de información a partir del lenguaje no verbal de su interlocutor, sus palabras, el tono de su voz, su postura, su expresión facial, etc, y basándose en esa información, puede saber cómo se siente, incluso deducir lo que el otro puede estar pensando.

El cerebro humano ha ido codificado infinidad de expresiones faciales, información que forma parte de nuestro sistema de comunicación, lo cual sumado a la intervención de las neuronas espejo, genera una serie de reacciones automáticas (no voluntarias) cuando detectamos esas expresiones en el otro. En el cerebro de los primates existe un tipo de neuronas llamadas “neuronas espejo” que solamente se activan cuando el mismo acto que realiza un primate lo efectúa otro que es observado por el primero. De igual forma, entre dos humanos se activa la misma área cerebral, haciendo que sintamos una emoción al observar a otra persona en el mismo estado emocional.

En nuestro cerebro ocurre una reacción automática e inevitable cuando alguien pone de manifiesto una emoción ante nosotros; en otras palabras, cuando alguien ante nosotros llora, ríe, muestra enfado o preocupación necesariamente reaccionamos ante ello ya que instintivamente estamos programados para eso, tendiendo a generar un estado mental y de ánimo, determinado y acorde a lo que estamos percibiendo. Este comportamiento está ligado a la empatía, que nos hace capaces de asociar los sentimientos que vemos en los demás a unos determinados gestos, comentarios, expresiones faciales, tonos de voz, tipos de reacciones nuestros que también observamos simultáneamente en los demás.

Puede darse el caso de que nos veamos en una situación en la cual nos embarga la preocupación o nos encontremos deprimidos. Como la intensidad de las emociones negativas que estamos viviendo es demasiado alta, aunque al recibir una sonrisa no notemos el cambio que se genera en nosotros, nuestro cerebro modifica su funcionamiento y tiende a armonizarse con esa muestra de emoción positiva que ha percibido.

Del mismo modo, somos “programados” en nuestra infancia, programa instalado por nuestras vivencias, experiencias y acontecimientos sufridos, llamadas creencias limitadoras, para que un tipo concreto de expresión emocional despierte una determinada reacción emocional en nosotros. Por ejemplo una sonrisa, que es la expresión emocional positiva por antonomasia, puede, en determinadas situaciones, despertar una emoción negativa o incluso ser detectada por nuestro subconsciente como un peligro. El simple hecho de presenciar esa sonrisa en ese contexto nos podría provocar, por ejemplo, enfado o dolor por considerarla inadecuada o una falta de respeto. De todos modos, y para nuestra tranquilidad, en el fondo existe una parte de nuestro cerebro que, por el mero hecho de recibir esa sonrisa, está sincronizándose con ella tendiendo a un mejor estado de ánimo que el que disfrutábamos antes de identificar esa expresión positiva.

Cuando regalamos sonrisas, inevitablemente estamos provocando un cambio en la dinámica cerebral del otro, favoreciendo estados de ánimo más positivos y actitudes más abiertas. Por esto, nuestra actitud a su vez desata actitudes en la vida de los demás.

Somos responsables de mejorar o entorpecer nuestras relaciones interpersonales, dependiendo de si somos coherentes y sinceros a la hora de expresar nuestro estado emocional, de si ponemos dedicación a favorecer estados emocionales positivos o negativos, o si, por el contrario, decidimos enmascararlos. En este último caso cuando para, erróneamente, protegernos enmascaramos nuestras emociones, los primeros perjudicados somos nosotros ya que lo que recibiremos del otro será acorde a lo que le dejemos ver, y seguramente diste mucho de ser lo que realmente necesitamos de él.

 Y Tú….Cuéntanos como utilizas tus sonrisas.

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